clase 3 quinto , sexto y septimo grado

3. EN EL MUNDO ÁRABE Ya hemos visto que la hipótesis más consistente acerca de la creación del ajedrez supone un proceso de génesis evolutiva, pues resulta difícil creer que haya podido ser invención de un solo hombre (creacionismo). Sin embargo, en la imaginación popular han quedado las imágenes de atractivas leyendas, la mayoría de ellas de origen árabe. Los viejos historiadores musulmanes del ajedrez admiten sin reservas que el ajedrez normal, en un tablero de 64 casillas, fue, originariamente, un juego indio que llegó al mundo árabe a través de los persas. Pero los hechos principales de la historia del ajedrez les parecían desprovistos de encanto y eso estimuló a muchos escritores a emplear su ingenio y su imaginación para transmitir esas historias en forma literaria y sugestiva. La leyenda de Sissa La más conocida de esas leyendas se resumiría así en la época actual. El brahmán Sissa, hijo del astrónomo Daher, inventó el ajedrez para distraer a un rey, aburrido de someter a pueblos y territorios vecinos. El soberano quedó fascinado por el juego y, para mostrarle su agradecimiento al brahmán, le ofreció como recompensa lo que éste quisiera pedirle. Sissa planteó una modesta petición: un humilde grano de trigo por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera, etc., siempre doblando la cantidad de la casilla anterior. El rey quedó un tanto decepcionado por la bagatela que le había pedido un hombre de tanto ingenio, pero le ordenó a sus sabios que realizasen el cómputo para recompensar al brahmán. Pasaron días y éstos tuvieron que admitir ser incapaces de realizar el cálculo, para enfado del monarca, que hizo venir entonces a un matemático de un país remoto. Cuando, por fin, éste completa el cálculo, le informa de que la cifra era enorme, lo que, por supuesto, no preocupa lo más mínimo al rey. «Los granos de trigo que te ha pedido ese brahmán», dice el sabio, «son exactamente 18.446.744.073.709.551.615.» Algunos autores dicen que esa cantidad habría bastado para cubrir Gran Bretaña con una capa de 11,67 metros. En el libro Las cifras, historia de una invención, de George Ifrah, hay una descripción pintoresca y muy plástica, con la que el sabio pretende hacer comprender al rey la magnitud del requerimiento: «Soberano, a pesar de tu gran poder y riqueza, no está en tu mano suministrar tal cantidad de trigo. Ésta se sitúa más allá del conocimiento y del uso que tenemos de los números. Habrás de saber que incluso si vaciaras todos los graneros de tu reino, el resultado que podrías conseguir sería insignificante en comparación con esta enorme cantidad. Por otra parte, ésta no se conseguiría reunir ni siquiera en todos los graneros juntos de todos los reinos de la Tierra. Si quisieras absolutamente dar esta recompensa, tendrías que empezar por mandar secar los ríos, los lagos, los mares y los océanos. Luego derretir las nieves y los hielos que recubren las montañas y ciertas regiones del mundo, y por fin transformarlo todo en campos de trigo. Y después de haber sembrado 73 veces seguidas el conjunto de esta superficie es cuando podrías saldar esa enorme deuda. Pero, para obtener tal cantidad tendrías que almacenar el trigo en un volumen de cerca de doce billones tres mil millones de metros cúbicos, y construir para ello un granero de cinco metros de ancho, diez metros de alto y 300.000 kilómetros de largo, es decir, una longitud igual a dos veces la distancia de la Tierra al Sol.» Menos conocida es una versión que sugiere el posible desenlace de la historia. «Decididamente», contestó el rey impresionado, «el juego que ha inventado ese brahmán es tan ingenioso como sutil ha sido su petición. Dime ahora, hombre sabio, ¿qué he de hacer para saldar una deuda tan molesta?»» «Haz que ese astuto brahmán caiga en su propia trampa. Proponle que venga él mismo a contar, grano por grano, toda la cantidad de trigo que ha tenido la osadía de pedirte. Aunque trabajara sin parar, día y noche, a razón de un grano por segundo, sólo recogería un metro cúbico a los seis meses, unos veinte metros cúbicos a los diez años y… una parte insignificante durante lo que le quedase de vida.»

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